Queremos que nuestros hijos
aprendan, crezcan, maduren y nos cuesta ver que el proceso se da a nivel
intelectual sin mucho problema en lo que
compete a acciones como caminar, hablar, leer, y escribir pero a nivel
emocional no parece ocurrir lo mismo.
Muchas veces sus reacciones
son extremas y van desde la violencia física o verbal, a cerrarse por completo;
es decir, en algunos momentos se van y dejan
hablando solos a sus padres o se quedan callados. Esto es conocido como pelear
o escapar, lo cual es una respuesta natural al peligro.
Pero esto no le ocurre solo a nuestros hijos, sino también
a nosotros los padres. Podemos notar que al enfrentar situaciones
difíciles nos encontramos con las únicas
herramientas que poseemos y son ellas: Responder con violencia y manipulación
con actitudes como castigos, gritos, enojos, recompensas, o con silencio e
indiferencia.
Parecemos unas personas
fuera de casa –donde se aplica todo el intelecto- pero otros al interior del
hogar, donde se presenta una fuerte conexión con las emociones. Esto deriva en querer pasar la menor cantidad de tiempo en
casa, a veces.
Para que el proceso de aprendizaje
se dé, la persona necesita sentirse segura y amada incondicionalmente. Si cuando
se es pequeño, se recibe un grito, un castigo o la indiferencia esto es
asociado por el niño como falta de amor, por lo tanto, se querrá posteriormente
recuperarlo a como de lugar.
Lo anterior porque para el
infante, el amor incondicional de la madre y el padre es fundamental para su
supervivencia. Un proceso que debe darse
al interior: autoanálisis y reconocimiento, se externalizó y se perdió. Lo
ejemplificaremos para que se entienda mejor.
Un niño golpea a otro niño
y como consecuencia su madre le castiga.
El niño lo asocia con falta de afecto, entonces él hará y dirá lo que sea para
que su mamá vuelva a quererle; por eso si ella le dice: No quiero que vuelvas a
golpear a Juanito, él responderá:
Si mamá, no lo haré nunca más.
Posiblemente Juanito lo dejará de hacer por un tiempo, pero cuando tenga un nuevo conflicto, el golpe reaparecerá
y con ello la culpa de no saber por qué lo hace y de no poder controlarlo.
Esta misma situación puede ocurrir
de la siguiente forma: El niño golpea a su amigo. Un adulto maduro y mesurado
lo ve y piensa: “Este es un niño que aún está en la etapa en que expresa sus
emociones a nivel físico porque aún no aprende a hacerlo de otra forma”
entonces trabajará en darle herramientas.
Este adulto lo llevará a un espacio más tranquilo, lo que
permitirá que se calme e impedirá que siga golpeando a otros. La calma del
adulto regulará la del niño y cuando éste se sienta a salvo nuevamente el
adulto le hará preguntas y le ayudará a responderlas. Como consecuencia le ayudará a entender por
qué golpeó a su amigo. Cabe señalar que ninguna persona alterada no importando
la edad, puede prestar atención a lo que otro dice.
Una vez esa persona mayor le ayude al niño a encontrar la respuesta le guiará a atender lo
triste que se siente hacer daño. Además
le dará algunas opciones de qué hacer cuando vuelva a sentir lo mismo que
experimentó antes de golpear tal vez, latidos rápidos del corazón, nudo en la
garganta, estómago apretad, entre otros.
Además de buscar a un adulto para que le ayude, otras opciones pueden
ser golpear alguna cosa que tenga cerca para sacar su frustración, por ejemplo.
La rabia no se va por arte de magia, sino que necesita ser desahogada por algún
medio.
Comprender que nuestra
falta de herramientas proviene de la escasa guía que recibimos en nuestro
desarrollo, nos puede ayudar a ver a los
hijos con la compasión que nosotros mismos necesitábamos en ese entonces. Esto nos llevará a trabajar para convertirnos
en los padres maduros que hubiésemos soñado tener, y de paso romperemos la
pesada cadena de desconocimiento que arrastramos.